Los túneles de metro de Arrakis; un cuento de Navidad... o algo

LOS TÚNELES DE METRO DE ARRAKIS    

   Paul Torbey vivía una monótona vida absurda y gris. Todo en él era gris y absurdo; su vestimenta de trabajo, los trenes del metro que conducía, los túneles en los que pasaba casi todo el día, casi todas las semanas, de casi todos los años de su vida. Incluso sus sueños eran grises y absurdos. No es que fueran más o menos monótonos, sino que ni en ellos podía salirse de su rutinaria vida gris.

   Aficionado a la literatura fantástica, uno de sus sueños era ser un Fremen, uno de los habitantes del planeta Arrakis, más conocido como DUNE. Y soñaba con los enormes gusanos de arena, los Shai Huluds, con conseguir domarlos y conducirlos entre las dunas y los pozos de especia. Pero, ¡Ay, su imaginación era gris y absurda también!: en su sueño, cuando conseguía domar un gusano, con el gancho de los fremen y mantenía abiertos sus anillos para que no pudieran hundirse en la arena, los pasajeros iban sacando los billetes y subiendo al gusano. Después, cuando habían acabado de aposentarse, Torbey desenganchaba el anillo, montaba el gusano, y se sumergían en la red de vías del metro de Arrakis.
Sí, ni siquiera sus sueños se libraban de la grisez  y absurdidad de su vida diaria.

   El día era plomizo, gris, amenazaba lluvia. Paul Torbey, en camino a su trabajo en el metro,  deseaba que lloviera, varios días seguidos, a ver si así conseguía arrastrar todo lo gris y absurdo que había en su vida. Y esto fue lo que complicó el día a nivel casi nacional, lo que casi provoca una crisis de incalculables proporciones.
Porque dicho deseo le vino a la mente mientras desayunaba en un viejo bar de la estación; tan viejo, que parecía estar ahí incluso antes de que se excavaran los túneles del metro. El dueño del bar era también de aspecto viejo y cansado como su propio negocio, y Paul le contó lo que estaba pensando. Y, en una de las botellas, más vieja incluso de lo que parecía el propio bar, estaba atrapado un genio, Bordalantes se llamaba.
Y Bordalentes llevaba siglos enfadado. Irritado... y más sinónimos que se os ocurran, a cada cual más fuerte y descriptivo. Y estaba así porque el maldito hechicero que le había introducido allí, por un problema de faldas menor…o de faldas con menores, ahora no lo recordaba bien del todo, le había condenado más duramente de lo que el mismo mago esperaba. "Porque -pensaba el genio- no me podía haber encerrado en una lámpara, como la que había encontrado ese pazguato de Aladino; ¡no, me tuvo que encerrar en esta botella que antaño contuvo brandy de la mejor cosecha. Y yo volviéndome loco con el aroma de la botella, sin ni una sóla gota que poder probar!. ¡Oh, maldito hechicero que me condenaste a un vida de deseo  y anhelo, que me ha vuelto loco por no poder catar ese precioso líquido!”

Así, con la fuerza del deseo, acrecentada por la que daba la locura, el genio tuvo el suficiente poder como para poder realizar uno o dos hechizos menores. Y, como escuchó lo que le estaba contando Paul al barman, sobre el deseo de una lluvia que lavara su vida, creó una lluvia blanca, límpia, algodonosa... y los túneles del metro se llenaron de conejitos blancos; no sonrosados, ni grisecitos; miles y miles, millones diríase, de adorables lagomorfos blancos. Claro, que cualquier cosa, por agradable que pueda ser, en ingentes cantidades como la que surgió en ese momento, deja de ser adorable automáticamente. 
Una marea que colapsó las redes de metro de la ciudad, que amenazaba con ahogar a los usuarios que en ese momento se encontraban en las estaciones. La gente, aterrorizada, corrió hacia las escaleras que daban a la calle. Todo eso, la marea de conejos, la gente que corría, el pánico, provocó también un colapso en el exterior. De las estaciones subterráneas surgían cientos de personas aterrorizadas, que corrían por las calles, entre y sobre el tráfico, provocando accidentes, cortes de tráfico... el caos.
En su prisión de la botella de brandy, Bordalantes reía...
Y entre esa gente que corría, algunos sin saber muy bien porqué, arrastrados por la masa, estaba Torbey, alucinado como el resto de las personas. Sólo pensaba que era una suerte que aún no hubiera empezado el primer turno, pues sino miles de personas estarían ahora atrapados en los vagones del metro, ahogadas por la enormidad de la marea de conejitos -adorables conejitos- blancos.

    Por eso, lo que no pudieron ver al estar en plena huída, les libró de la locura; alertados y asustados por la algarabía que se desató en los túneles de metro, la raza que vivía en sus profundidades, surgió, por primera vez en décadas, al nivel de los túneles. Eran una leyenda urbana, un cuento de los que se cuenta a  los niños para que no se separen de nosotros cuando los llevamos de paseo: El Ingrato Pueblo de los Gnomos Caníbales.
Pero, como decimos, eran más una leyenda urbana para asustar que un mal en sí mismo. Porque sí, eran caníbales, pero sólo se comían a ellos mismos, nunca habían atacado a nadie más. Y al decir "a ellos mismos" somos completamente literales. Porque eran una raza sabia, que había leído entre otros, a Platón. Y quedaron marcados por su obra "La República". Por eso estaban convencidos que lo que veían desde las profundidades de su cueva no eran más que imágenes oníricas de un mundo superior soñadas por ellos mismos, que no existían más que en sus sueños e imaginación. Y por eso mismo nunca salieron, nunca conocieron el verdadero mundo dado que para ellos, simplemente, no existía. Y como eran una raza mutante, que cuando al perder un miembro se les regeneraba enseguida... pues eso era lo que comían; cuando tenían hambre, se comían uno de sus miembros, que enseguida les volvía a crecer. Así, su abastecimiento de comida era ilimitado.
Pero los conejitos blancos, la inmensa marea que crecía a cada momento, entraron en sus profundas simas. Y los Gnomos caníbales se sintieron atacados, asustados, amenazados,… y empezaron a pegar mordiscos -su única manera de defenderse debido a la falta temporal de algunos de sus miembros- a los conejos. Y los encontraron apetitosos y apetecibles como manjar. Se organizaron y empezaron a cazarlos, por sus cuevas y por la red de metro. Al exterior no llegaron a salir, no aguantaban esa claridad que los cegaba.

   La gente, aún presa del pánico, no se dio cuenta instantáneamente de la progresiva disminución de la marea de conejitos que salían por las bocas de metro. Pero lo cierto es que en breves momentos, dejaron de salir y los que ya había en el exterior, se alejaron hacia campo abierto.
Policía, bomberos, y trabajadores del metro osaron bajar pasado un tiempo prudencial. No encontraron nada. Bueno, también literalmente, pues más que destrucción, lo que habían encontrado parecía más propio de un saqueo organizado, que de una caótica invasión; las tiendas, bares, y demás comercios aparecían vacíos. Lo que no sabían, no podían saberlo, es que los gnomos habían cogido todo lo que encontraron a su paso para, con su magia, atrapar a los conejos: en botellas, en bolsas, entre telas...
Y una de esas botellas, era una vieja redoma con regusto a rancio brandy. En ella, mediante un pliegue de la realidad, metieron a cientos y cientos de conejitos blancos. Adorables conejitos caníbales, que tendrían años y años de convivencia con cierto genio de mala leche, antes de ser sacados de la botella para su degustación.


   Y  Paul Torbey volvió a  su monótona vida gris y absurda, en un pueblo gris, con un gris trabajo, sólo alterado por algún vislumbre de blanco entre los túneles de la línea de metro que conducía. Entonces, suspiraba, y pensaba en sus viejas novelas de Ciencia Ficción y Fantasía, y la libertad de Arrakis, la organización cuasimecánica de Trantor, la belleza de Rivendel, los rincones casi inexplorados del Bosque Rhyope...

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